martes, abril 23, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (8): El Juicio Piatakov

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En el segundo juicio, principios de 1937, a las acusaciones del anterior en el sentido de conspirar para matar a Stalin y otros importantes dirigentes, se unió la del sabotaje industrial generalizado. Ésta era la gran utilidad que presentaba Piatakov, así como otro de los imputados, Y. A. Lifshitz, comisario de ferrocarriles. Si éstos dos admitían la existencia de una gran conspiración saboteadora, los detenidos podrían contarse por cientos.

Del 19 al 23 de noviembre se celebró una especie de ensayo general en Novosibirsk, donde hubo un juicio contra un grupo de saboteadores. Los hechos juzgados fueron la formación de un grupo de saboteadores en las minas de carbón de Kemerovo, en Kuznetsk; y el tema tenía su importancia porque implicaba a varios conocidos pasados oposicionistas de izquierdas, como un tal Y. N. Drobnis y Nikolai Ivanovitch Muralov, miembro del Partido desde 1903; ambos habían sido abiertos oposicionistas de izquierdas, y ambos habían abjurado de sus posiciones, tras lo cual se les habían dado puestos administrativos en Siberia.

Al final, nueve fueron los imputados por lo de Kemerovo, entre ellos un ingeniero alemán llamado Emil Strickling. Los acusados lo fueron también de haber intentado matar al presidente del Comité Central de Siberia Occidental y miembro del Politburo, Robert Eikhe, así como Viacheslav Molotov durante la visita que éste hizo al centro minero de Prokopievsk, en el otoño de 1934. De acuerdo con el sumario, Piatakov instruyó a un gerente minero de la zona llamado Shestov, para que matase a Molotov. Shestov subcontrató la movida con el jefe del grupo trotskista de Prokopievsk, un tipo llamado Cherepukhin; quien, asimismo, subarrendó el trabajo en otro tipo llamado Arnold. Arnold era el tipo que había sido encomendado de ser el chófer de Molotov, y tenía que matarlo haciéndose un Thelma & Louise, es decir, inmolándose al lanzar el coche por un precipicio. Arnold se habría puesto nervioso y no habría tomado la velocidad necesaria para caer.

El 24 de octubre de 1961, Nikolai Shvernik, miembro entonces del Politburo y director del Comité de Control del Partido, razón por la cual la mayoría de las averiguaciones de las brutalidades estalinistas hechas en tiempo de Khruschev llevan su apellido, afirmó, en el curso del XXII Congreso del Partido, que durante la visita de Molotov su coche había tenido un reventón que había provocado un pequeño accidente sin consecuencias, del que todo el mundo salió ileso. “Este episodio”, continuó, “se convertiría finalmente en la base de un relato sobre un intento de asesinato de Molotov, y un grupo de personas totalmente inocentes fue encarcelado por ello”.

Al juicio de Novosibirsk, ampliamente publicitado en la URSS pero al que no se dejó entrar ni a una mosca que hubiera sido engendrada fuera de la URSS, no le faltó de nada: puesto que muchos de los técnicos encausados habían tenido que viajar a Alemania para supervisar los pedidos de bienes de equipo para las minas, también se “demostró” la complicidad de los nazis en el tema.

El juicio de Novosibirsk le dio un problema a Stalin. Siguiendo el catón de lo que se les había mandado, los jueces condenaron a los nueve imputados a muerte. También a Strickling. En Londres, el embajador alemán en la plaza, Joachim von Ribentropp, aprovechó un encuentro con el primer ministro Stanley Baldwin para solicitarle que le comunicase a Moscú que, en el caso de que Strickling fuese ejecutado, Alemania rompería sus relaciones diplomáticas con la URSS. Inmediatamente, la sentencia del alemán, junto con la de dos acusados soviéticos, fue conmutada a diez años.

Yevguenia Solomonovna Ginzburg, normalmente conocida como Eugenia Ginzburg y autora del libro El vértigo, describe en sus páginas la fiesta de Año Nuevo a la que acudió el 31 de diciembre de 1936 en Astafyevo, un barrio elitista de Moscú donde sólo vivían camaradas, no sé si me explico. El relato de Ginzburg guarda cierta resemblanza con la fiesta a la que acude el doctor Zhivago antes de su licenciatura; está trufada de la misma carga de falta de conciencia sobre lo que está por venir.

Para entonces, 1936, unos quince años de revolución consolidada, la elite extractiva mafiosa del vodka y las putas ya se ha posado, como el tigre de Cortázar. Sus miembros, muchos de ellos, aun, revolucionarios de primera hora que crecieron comiendo mierda y luego tragaron bilis y palizas en las prisiones, hoy son hombres por encima del tono general, clase alta-alta, que se pueden permitir lujos y privilegios que el soviético medio ni sabe que existen, viven en casas que son pistas de tenis para cíclopes, y viajan por Moscú, a toda velocidad, en sus coches oficiales. Se han convertido, pues, en white trash de Galapagar. 

Todos ellos hablan ruidosamente y disfrutan de la fiesta sin imaginar, nos dice Ginzburg, que nueve de cada diez de ellos, incluidos cónyuges e hijos, pronto estarán llorando sus últimas lágrimas en el fondo de cualquier celda de Butyrka, sabiendo que no sólo han destrozado su vida, sino la de todos los suyos. Lo último que hizo Milhail Bukharin antes de irse arrestado con los policías que fueron a buscarlo fue abrazarse a su hijo, de unos seis años, y pedirle perdón por haberle cagado la vida. Las cosas iban a ser así; pero, entonces, nadie lo imaginaba. Todo lo que se les había dicho que había pasado era real. Eran reales los planes para matar a Stalin, los golpes de Estado, los intentos de sabotear minas, fábricas y tendidos ferroviarios. Todo eso era cierto y, puesto que ellos no habían hecho nada, eran devotos comunistas, nada les iba a pasar.

Pero Stalin era más de Copa que de Liga. Y en la Copa, ya sabéis, sólo puede quedar Uno.

En su editorial del día 1 de enero, que los proletarios soviéticos pudieron leer al ir al trabajo mientras los esforzados camaradas de Astafyevo dormían la mona, Stalin marcaba el paso: “La nave soviética está bien pertrechada y armada; no tiene miedo de las tormentas. Sigue su propia singladura. Su casco ha sido preparado para penetrar en los mares más belicosos en una época de guerras y revoluciones proletarias. Y está pilotada por el almirante genuino, Stalin”. Pocos días después era el centenario de la muerte de Pushkin, el escritor que falleció en un duelo con un tal Dantes; la prensa soviética anunció que nueva documentación descubierta probaba que, en realidad, Pushkin había sido engañado y conducido al enfrentamiento con el aventurero que lo mató, en una conspiración en la que habían participado los zaristas. Corolario: hasta en el pasado se descubrían ahora conspiraciones.

No tardó mucho la prensa en anunciar que el 23 de enero iba a comenzar otro gran juicio. El centro de la acusación era que Piatakov, Radek, Sokolnikov y Serebriakov habían formado, bajo instrucciones de Trotsky, un llamado “centro paralelo” en 1933, ocupado en operaciones de sabotaje que minasen el prestigio del régimen.

Había, en total, 17 acusados. Además de los cuatro mencionados, cabe destacar: Muralov, Drobnis, y Milhail Solomonovitch Boguslavsky. Asimismo, Yakov Lifshitz, el dirigente del ministerio de ferrocarriles (donde había trabajado con Kaganovitch); Iván Alexandrovitch Knyazev, ingeniero del Departamento Central de Tráfico; Y. D. Turkov, ejecutivo de una línea de ferrocarril; Stanislav Rataichak, que había trabajado en la industria química a las órdenes de Piatakov; Gavril Pushin, un subordinado suyo; B. O. Norkin, jefe de construcción de una planta química; Alexei Shestov, viejo conocido pues ya había sido acusado en el juicio de noviembre; I. Y. Hrasche; y Valentín Arnold, el conductor del coche de Molotov. Shestov y Hrasche eran ex agentes de la NKVD y actuaron como testigos de la acusación de facto.

El tema descubierto por el juicio, es decir, el relato que Piatakov desplegó delante de Vyshinsky, fue el siguiente: en 1931, cuando el mentado Piatakov estaba en Berlín con el tema de la compra de bienes de equipo, mantuvo dos reuniones con Lev Sedov, el ubicuo hijo de Trotsky, para discutir la necesidad de deshacerse de Stalin y de conducir una campaña de sabotaje económico generalizado. En el otoño de 1932 lo visitó Kamenev, le informó de la constitución del centro unido con los leningradenses, y le contó que había abierto contacto con opositores de derecha comunista para deshacerse de Stalin y abandonar la construcción del socialismo. El centro paralelo comenzó a existir en 1933, cuando Lifshitz organizó grupos de sabotaje en Ucrania, Shestov en Siberia, y Serebriakov en Transcaucasia y el transporte ferroviario.

Piatakov declaró que todo estaba dirigido desde el extranjero por Trotsky. Tomsky era quien les conectaba con activistas de la derecha bolchevique, mientras que el contacto con Trotsky era Radek. Un diplomático británico que acudió al juicio quedó impresionado por los testimonios de los acusados: “confesaban los crímenes más horribles sin ninguna duda ni expresar emoción alguna, como si estuviesen muy bien entrenados para ello”.

Las conclusiones del fiscal que leyó Vyshinksky leyó el 28, tomaron varias horas. Fue el relato meticuloso de una intrincada red de conspiraciones, contactos y acciones, confesados por los acusados (pues, de nuevo, en el juicio no hubo pruebas sino, básicamente, autoinculpaciones). La lectura se salpimentó, ese mismo día, con un editorial de Pravda en los tonos más exagerados, exigiendo todo el peso del castigo para los encausados.

Las conclusiones de Vyshinsky, por otra parte, sirvieron para algo más que para las condenas. Sirvieron, también, para la reescritura de la Historia del socialismo que Stalin había estado organizando. Todos aquellos hombres, bramó el fiscal, “no lucharon con Lenin, sino contra Lenin; y contra su legado, una vez que murió”.

En su última intervención, los acusados apenas hablaron. La excepción fue Radek; muy probablemente sabía, o sospechaba, que aquella sería su última intervención. Fue un intento de conseguir convencer a Stalin de que cumpliese con su promesa de hacer recaer sobre él una sentencia más suave que la muerte. Fue en el marco de esta intervención suya, larga y muy metafórica, cuando Radek pronunció una frase que se haría famosa en estos juicios. Hablando sobre Bukharin, a quien había implicado en los delitos juzgados, dijo bien claro que no había sido torturado cuando confesó acerca de él; tal vez sabía cómo Bukharin lo había dejado a los pies de los caballos meses antes en su carta a Stalin, y quiso arrear una postrera patada en la espinilla. Pero hizo algo más: en lo que se considera una de las cumbres de la actitud pastueña de los acusados de los grandes juicios estalinistas, Radek dijo que no eran sus interrogadores los que le habían torturado a él, sino él quien les había torturado a ellos obligándolos a pasar dos meses arrancándole la verdad. Una y otra vez, dijo, los interrogadores volvían sobre el tema de Bukharin, y una y otra vez él se negaba; lo hizo, dijo, porque eran amigos. Aunque la interpretación de sus palabras es muy polisémica, yo creo que le quiso decir a su viejo amigo: calienta que sales, cabrón.

A las siete y cuarto de la tarde de ese día 29, el jurado se retiró para deliberar. A la mañana siguiente, tenía un veredicto. Todos los acusados fueron declarados culpables, lo cual no tiene nada de novedoso puesto que ellos mismos se habían declarado así ya. Trece fueron condenados a muerte y cuatro se llevaron condenas de prisión. Radek y Sokolnikov, de quienes se consideraba que no habían participado directamente en atentados, se llevaron sentencias de diez años. A Arnold, el desgraciado chófer de Molotov, le cayeron diez años más; y un tal Milhail Stroilov, también imputado, también fue condenado a la cárcel. Radek y Sokolnikov, en todo caso, fueron asesinados dos años después del juicio. Serebriakova, la mujer de Sokolnikov, quien al fin y al cabo había sido útil para la acusación, fue finalmente exiliada a Kazajstán. En Moscú, una manifestación “espontánea” de 200.000 personas celebró el veredicto.

Por cierto, un recuerdo cariñoso para el entonces embajador estadounidense en Moscú Joseph E. Davies, a quien su secretario, George F. Keenan, escuchó decir, durante una conversación con corresponsales extranjeros: “[los acusados] son culpables. En el juicio ha habido un fiscal de distrito, yo lo puedo atestiguar”.

Aquí la imagen de Wikipedia de este marmolillo imbécil.



Exactamente igual que había pasado en 1936, el juicio propiamente dicho se vio seguido de una oleada de actuaciones represivas, diseñadas para incrementar el miedo entre los cuadros del Partido. Se dieron muchos casos como el de la citada Eugenia Ginzburg, quien fue convocada al comité central del Partido en Kazán, donde residía, y expulsada del Partido sin contemplaciones. Su marido no fue removido, pero ambos comenzaron a pasar todas las noches espiando los sonidos de la calle, esperando escuchar la furgoneta policial llegando a por ellos. Expurgaron su biblioteca. El 15 de febrero de 1937, Eugenia fue convocada a la oficina local de la NKVD; allí le comunicaron que estaba arrestada. La dejaron siete días sin dormir para que confesase sus conspiraciones.

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